Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 15 de mayo de 2009

APRIETA MAYO.

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I

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R. tenía miedo.

Miedo por su hermano. Y miedo por él mismo.

Era primavera. Con suerte, su hermano viviría su último verano, su último otoño; puede que sus últimas navidades, su último invierno.-



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"Los milagros para las películas", le había dicho su hermano en la última conversación telefónica que habían tenido -tensa, corta, con muchos silencios- cuando le confirmaron el diagnóstico y le informaron acerca del tratamiento.

Seis meses. Con suerte, un año con cierta "calidad de vida". De nada le sirvió tener un hijo médico. En esos casos, casi nada sirve de nada.

Un año y medio antes, la madre de ambos.
Dos años y medio antes, la hermana de ambos.
Muchos años antes, el padre.
Ya sólo quedaban los dos. A todos se los había ido llevando la enfermedad con nombre de crustáceo: el cangrejo de picadura dolorosa, dañina, mortal...
Y ahora, R. tenía miedo. Por su hermano, aunque se lo hubiese buscado: más de 40 años fumando, tabaco rubio, sin filtro, de dos a tres paquetes al día...

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Y por él mismo. ¿Cuándo le llegaría la hora de contar, de "vivir" sus últimas estaciones? ¿Por dónde atacaría esta vez el crustáceo?



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II
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La muerte corre. La muerte vuela y no respeta estaciones.
El dolor se va apoderando de todo.
Mientras, Javier Corcobado canta:


Hoy te echo mucho de menos,

sin ti no soy nada.

Y aunque aún no has llegado

quisiera pedirte, por favor,

mi amor nunca te vayas.

Y aunque aún no has llegado

quisiera pedirte, por favor,

mi vida nunca te vayas...



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Tantos abandonos, tantas pérdidas...

Se coagulan en mi garganta y me nublan la vista y el entendimiento nublados.

Y no rezo, aunque me lo dijera noséquién en sueños.

Y tengo que salir porque la casa me ahoga.

Y cuando suena el teléfono lo coges o no.

Y por la calle te paran y cuentas la misma historia, abreviada (¿cómo no?), con las dosis justas de dolor y el gesto de nopasanada, tira p'alante que la vida sigue y yo no me obsesiono con el cangrejo y las leyes de Mendel.





Y te cansas de contar lo mismo siempre.

Y puede que te inventes algo más para novelar un poco, aunque en tu fondo pienses que es una falta de respeto.

Pero, ¿qué más da? El respeto, y todo lo demás, volaron en forma de cenicillas.

No sé cómo son esas cenicillas. Ayer, en la tele vi "Elizabethtown", sólo el principio y el final -preciosas canciones-, en medio me tumbaron los efectos de los trankimazines acumulados en los últimos días.
Orlando Bloom va esparciendo las cenicillas de su padre por media Norteamérica.
Y pensé en voz baja y pregunté en voz alta:
"¿Qué recuerdos guardarán mis hijos de mí cuando ya no esté, cuando yo sea sólo ese polvito fino que se lleva el aire y que, si no andas con cuidado y estudios marineros, se puede volver contra ti?" Y eso no, claro...

Alguien me dijo que no era así: que eran casi como cristales. No lo sé.

Uno de los peores momentos de mi vida fue cuando me entregaron a mi madre y a mi padre reducidos a 5 ó 6 kilos dentro de un jarroncito de arcilla -biodegradable, decía el del tanatorio-, y ahí me hundí todo lo que no me habían hundido meses de enfermedad, médicos, medicinas, agonía.
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Ahí me hundí, sí. Y después los enterramos donde había muchas flores -ahora más aún-, que a ellos les gustaban mucho. Pero dentro del jarroncito; yo no hubiera sido capaz de abrirlo y ver -y menos, tocar- las cenizas.

Y aprieta mayo. Mayo bonito que me aprieta y me deja sin fuerzas. Y menos mal que pasa rápido, aunque tenga 31.

La muerte, con máscara de crustáceo, no entiende de primaveras.

Y a mí, me quedan muchos libros por leer.


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